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Había subido a Portillo no para esquiar, sino para participar en un evento publicitario al cual había sido invitada.
Finalizaba Agosto, el invierno iba en retirada.
El evento se desarrollaba con éxito; el Hotel de montaña mostraba toda su hermosura en medio a las alturas de la Cordillera de Los Andes. Luego de saludar y permanecer un buen rato entre los asistentes, salió a la terraza sobre la laguna para tomar aire y estar en silencio.
Se sentó en una tumbona y se dejó envolver por la magia de la noche, totalmente transparente con la luz de la luna plantada sobre Los Andes y la Laguna. Sintió que éste era un momento único, inolvidable y se acomodó aún más sin ganas de volver al Salón. No supo cuanto tiempo pasó en completo silencio, quizás se dejó llevar por el encanto del momento, mas después de unos minutos sintió un rumor indefinido. Pensó que otra persona estaba cerca de ella, pero no, estaba sola. Puso atención y sin temor a equivocarse, sintió un sollozo. Respetó el momento y sin moverse, siguió atenta al sonido. La inmovilidad y los sollozos, le hicieron recordar la leyenda de la Laguna del Inca.
Recordó haber leído que sus plácidas aguas color esmeralda se deben a una triste historia de amor, acontecida antes que los españoles llegaran a estas tierras, tiempos en que los incas habían extendidos sus dominios hasta las riberas del río Maule. Cuenta la leyenda que el principe inca Illi Yupanqui estaba enamorado de la princesa Kora-llé, la mujer más hermosa del imperio. Los enamorados decidieron casarse y el lugar elegido fue una cumbre ubicada a orillas de una clara laguna.
Dice la leyenda que cuando la ceremonia nupcial concluyó, Kora-llé debía cumplir con el último rito: descender por la ladera del escarpado cerro, ataviada con su traje y joyas. El tramo presentaba riesgos, cubierto de piedrecillas resbalosas y bordeado por profundos precipicios. La hermosa princesa mientras cumplía con la tradición, cayó al vacío. Illi Yupanqui, advertido por los gritos, echó a correr a su encuentro, pero la maldición se había cruzado en el destino de la pareja. Cuando llegó a su lado era tarde, su amada princesa estaba muerta. Lleno de tristeza, el príncipe decidió que Kora-llé merecía un sepulcro único, por lo que hizo que el cuerpo de la princesa fuera depositado en las profundidades de la laguna. Cuando Kora-llé llegó a las profundidades, envuelta en blancos linos, el agua mágicamente tomó un color esmeralda, el mismo de los ojos de la princesa. Se dice que desde ese día la Laguna del Inca está encantada. Hay quienes aseguran que en ciertas noches de plenilunio el alma de Illi Yupanqui vaga por la quieta superficie de la laguna emitiendo lamentos, recordando a su amada Kora-llé.
Siguió atenta a los sollozos. La laguna estaba en calma, recibiendo tan sólo la luz de luna plena; de pronto surgió en medio a ésta, una fumarola suave sin una forma precisa. La visión era mágica y ella, fascinada, se dejó llevar por la visión… Después, todo fue silencio, no volviéndose a escuchar los sollozos.
Un hermoso perro de montaña, salido de la nada, gemía suavemente a sus pies.
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