Habíamos emprendido la subida desde el Sector El Granizo. Nos hacía ilusión recorrer las huellas dejadas por Charles Darwin en 1834.
Una caída estuvo a punto de impedir la subida, nada peligroso, pero al rozar el tronco del árbol me había herido el brazo y hubo un momento de duda, seguir subiendo o devolvernos a la entrada del Parque.
La subida al Cerro La Campana, era una caminata largamente deseada, sin embargo, tú estabas en la duda y mientras hablábamos, no nos dimos cuenta de la aparición del viejito. Con calma y con su acento de campo, dijo que no me convenía continuar así; y sin emitir otra palabra, te indicó con la mano que te alejaras y comenzó a hacer una pequeña fogata con las ramas bajas de un Canelo. Eso fue lo que dijo, que ese árbol se llamaba Canelo. No tardó en extinguirse el fuego y ya habían cenizas en la parte exterior de la fogata. El hombre tomó mi brazo y con cuidado fue depositando las cenizas hasta cubrir la herida y luego, colocando algunas hojas frescas a modo de venda, las amarró con una liana corta que desprendió de un árbol cercano. Después, serio, me dijo «ya puede seguir». Lo miré agradecida. No sabía cómo retribuir su ayuda y mirándolo, le sonreí disculpándome.
Me dijo «la acompañaré hasta donde está su amigo, para que no se pierda». No era una gran distancia, pero el camino daba varias vueltas. Mientras caminábamos, me dijo «su mirada es directa, señorita, eso me indica que usted viene solamente a visitar el Cerro sin ninguna mala intención» Le respondí sorprendida, que no me imaginaba qué otra intención podríamos tener más que conocer el Cerro La Campana, hasta donde se pudiera llegar.
Mientras subíamos, le pregunté si conocía alguna leyenda de la zona; que me gustaría conocer la historia del lugar. Me respondió que la historia del Cerro era muy larga, pero que me podía contar lo sucedido con el cono que existía, mucho años atrás, en la punta más alta. Al mirar a lo alto, noté que efectivamente al cerro en forma de campana, le faltaba el cono y lo miré sorprendida. «Usted, señorita, creía que el cerro era una campana perfecta?» Más sorprendida aún, le respondí que nunca me hubiera imaginado que al cerro le faltaba el cono!
Así fue como comenzó a contarme que cuando recién llegaron los españoles a la zona central de Chile, los indígenas de la etnia Picunches se comunicaron unos a otros el mensaje: los conquistadores no venían en son de paz , sino que los movía la ambición por el oro. Se decía que en el Cuzco habían dado muerte al Inca Atahualpa para apoderarse de su fortuna; y que el resto de la familia real Inca se había tenido que retirar hacia una ciudad cerca de la cordillera (“Machupichu”) hasta donde habían llevado el resto de sus tesoros y a sus mujeres para que no cayeran en manos de los invasores.
Le escuchaba atentamente, sin sentir el paso de los minutos, pero sabiendo que tú me esperabas más arriba.
Me contó que los habitantes de Gulmué, como se llamaba en esa época la zona de Olmué, se reunieron y llamaron a sus Machis; éstos decidieron retirar la cumbre de oro que habían levantado año tras año, a modo de veneración al Sol en lo alto del Cerro de La Campana. Le encargaron al hechicero que hiciera la rogativa, para que el cerro accediera a esconder el tributo que habían construido. El cerro, conmovido por los ruegos de los habitantes y el conjuro del brujo, abrió una compuerta, y a medida que seguían las palabras del hechicero, comenzó a cobijar en sus entrañas misteriosas el dorado metal que antes le coronaba. El brujo, sereno, con su alma en paz, siguió con su conjuro, aceptó en calma el violento terremoto que se produjo al momento en que el cerro acogió al cono de oro. Sus labios continuaron emitiendo palabras, en tanto que sus brazos, extendidos horizontales, bajaban lentamente a medida que el cono bajaba hasta las entrañas de la montaña, hasta convertirla en su morada. El final del descenso fue coronado con miles de estrellas que salían desde el Cerro hacia el cielo. El brujo quedó solo al final del conjuro, acompañado tan solo por los cóndores que habitaban el lugar, los que espantados por el ruido y las luces de las estrellas, huyeron a sus nidos. Finalmente en esa noche oscura solo se escuchó el llanto de los hijos de estas tierras, quienes bañaron con sus lágrimas las laderas del Cerro e hicieron crecer así, los árboles en las laderas.
«Los años han pasado y la leyenda se transmite de boca en boca y quien visite el Cerro La Campana podrá darse cuenta que el Cerro está trunco, le falta su corona. Es en esa misma cumbre, señorita, donde permanece el brujo, prisionero en las entrañas del cerro, guardián celoso del oro dedicado a los dioses, el que no ha sido profanado por ser humano alguno. Cuentan que en las noches invernales se oye su lamento, como el sonido de un kultrun. (*) Son sus lágrimas saladas que salen de la montaña, las que han formado mares que bajan entre las piedras. Se dice, señorita, que el cono de oro de la campana algún día será encontrado y hará la fortuna de su feliz poseedor».
Al llegar a ese punto, dio la vuelta rápidamente y desapareció de mi vista. Quedé desconcertada, sin poder orientarme. Me volví y ví tu silueta apoyada en esa piedra grande. Me acerqué despacio y despertaste sobresaltado… ¿Cuántos minutos habían transcurrido?
La luminosidad era extraña, me di cuenta que estaba amaneciendo….
.
(*) Kultrun: tambor mapuche. Es un instrumento musical de percusión que se utiliza en actividades y ceremonias mapuche de distinta índole.