Le gustaba el resultado de su trabajo, el pequeño jardín, el césped, los árboles.
Los escritos, páginas blancas colgadas, estaban por aquí y allá, como farolitos. Tal cual lo había imaginado. Caminaba alzando los brazos, pasando las manos por las hojas de papel, cuidando que las puntas no le hicieran daño, mas éstas eran suaves, etéreas, conteniendo sus palabras, sus pensamientos; y entre ellos, meciéndose en el viento, pendían poemas abandonados o escritos encontrados por doquier que la habían emocionado, y los había traído a propósito en su jardín.
Comprobó que todo estuviera cómo había soñado, los escritos colgaban de tenues hilos relucientes como la plata y el sonido de las hojas de papel, de los árboles y el viento conformaban un todo perfecto.
Recorrió con la mirada el entorno, sonriente, contenta. Caía la tarde, el sol caminaba hacia su morada nocturna y los pájaros cantaban el concierto del atardecer. Se tendió en el césped, feliz y juntó los párpados.
Escuchó entre sueños, la voz de su hijo querido que decía «mi madre es así, tal como la conocen. Hizo este libro juntando escritos, acomodando una a una las páginas y en la tapa escribió El Jardín de los Escritos, y yo cumplo con colocarlo entre sus manos»
Desde su lugar en el jardín, ella sonrió feliz.